9 de septiembre de 2011

Parque de Columpios


En el parque, las hojas de los árboles bailan la sintonía que silba el viento. Las farolas despiertan, puntuales en su cita con la noche, la Luna ya estaba esperando y las estrellas llegarán escoltando a la noche.

Aún quedan niños jugando. Hay uno en el columpio meciéndose, sentado en su esponjoso asiento y agarrado a las cadenas forradas de plástico. Cinco más hacen cola para tirarse del tobogán, cuya inclinación y barreras laterales evitan cualquier percance. Dos hermanos se balancean en un balancín de madera sin ninguna astilla y con los bordes biselados. Y en la ruleta, tres amigos intentan marearse sin éxito, pues está diseñada para que no gire muy rápida. Todo ello sobre un suelo acolchado y sin ningún arma peligrosa cerca, como chinos, piedras, palos, cuerdas sueltas (potenciales horcas), excremento de animales, tercas y tornillos al descubierto... Lo más peligroso: un balón de cuero que un imprudente padre había llevado.

Mientras tanto a aquel niño, el que se columpiaba, le había llegado la hora de irse de aquel parque llamado “Infancia”. Iba agarrado a la áspera mano de su padre, disfrutando de la sensación de nube de algodón que le producía aquel suelo.

Salieron a la calle y continuaron por la acera. Tan distraído iba recordando aquella fabulosa tarde, que no vio la losa ligeramente levantada del suelo. Tropezó, la mano que sostenía su padre resbaló y cayó de bruces contra el suelo.

Lloró y lloró. Cuando se recompuso un poco, pudo articular entre espasmos respiratorios:
-¿Por qué este suelo es tan duro?
-Porque éste es de verdad.- sentenció el padre.